Viernes 9
De osadías y decisiones
La espera no es larga, se ameniza con la charla de los vecinos de asiento, el nerviosismo de quienes omitieron algún documento y el juego semierótico de dos hermanos adolescentes que no paran de hablar aunque por un altavoz nos advirtieron que guardáramos silencio. Estoy por pasar la página de un libro sobre videncia, cuando una delgada voz se alza sobre el ruido ambiental y menciona mi nombre. Me acercó veloz al mostrador y recibo una pequeña carpetita con forros de cartón plastificado de color verde. Dentro, la espantosa foto de mi rostro me saluda con nerviosismo. Minutos antes, las empleadas de la delegación me la habían tomado haciendo gala de automatismo y burocracia (“De haber sabido, era mi idea y la de todos los asistentes a esa oficina, me hubiera arreglado mejor”.) Otros datos conocidos de sobra por mí resaltan en letra negrita; los tengo que revisar, y si no les encuentro algún error podré retirarme cuanto antes. Repaso más de cinco veces la fecha en que llegué al mundo, mi curp, la fecha de expedición y la de caducidad. Todo en orden. Recibo la indicación de que “es todo” y salgo. En un pasillo no resisto la tentación y le tomo una foto al documento. No me la creo: tengo en mis manos un documento que veía lejano y casi inalcanzable. Pero un día antes, bajo la inspiración literaria del anuncio de una feria internacional del libro, decidí realizar el otrora engorroso trámite que a mí me llevó no más de dos horas. Sin largas filas ni “mordidas”.
Me siento satisfecho y orgulloso de mí mismo. Lo hice. Al menos el primer paso, porque sacarlo es un medio para realizar el viaje soñado.
Envío la foto a Flavio, a mis hermanas y a otros amigas. La acompaño con un breve mensaje: “¡Ya tengo mi pasaporte!”.
Martes 13
El corazón de un pueblo
Decido no ponerle azúcar al café. Desde hace unas semanas quiero convertir esa opción en una sana costumbre antidiabética. Casi termino mi frugal desayuno consistente en una ensalada de pollo, un coctel de frutas y un bolillito semiduro. Mientras tomo el café, no dejo de pensar en Flavio. Sé que no está molesto, sino sorprendido. Dos horas después de haber obtenido mi pasaporte, le hablaba por teléfono para decirle que viajaría a Cuba para visitar la Feria Internacional del Libro de La Habana. Su impacto lo convirtió, durante el viernes, sábado, domingo, lunes y martes, en un intenso apoyo que me facilitó la preparación del viaje y me dejó muy acompañado de su amorosa presencia a la entrada de la sala internacional, donde esperaría el avión de Cubana de Aviación que me llevaría a mi destino.
Las dos horas de vuelo no las sentí. Algunos videos musicales de cantantes cubanos y varios cortos de animación de Juan Padrón, director de “Vampiros en La Habana”, animaban el viaje desde los televisores del avión.
Casi para llegar a la isla, la vista en el avión era sobrecogedora: el mar se mostraba en todo su esplendor azul y dejaba ver algunas zonas color verde bajo la superficie. La pronta combinación de mar y tierra me avisó que ya estábamos llegando a Cuba.
La isla me recibió con 27 grados de temperatura. No me importaba tanto el calor cuanto los trámites aduanales que en mi vida había realizado. Con la guía de Flavio, que ha estado dos veces en Cuba, pude orientarme con más facilidad. Creo que duró más tiempo la espera del transporte que llevaría a varios turistas y a mí a nuestros hoteles que el paso por la aduana.
El camino hacia la ciudad refleja la pobreza del país, pero también su capacidad de lucha y su resistencia: gente esperando eternamente el camión, ciclistas, conductores de autos a moderada velocidad, personas que estiran la mano para pedir un aventón e incluso un antiguo auto rojo decorado con un gran moño blanco, que transporta a dos felices novios (¿quién se casa a las 12 del día un martes de febrero?, pensé). Varios anuncios espectaculares dan idea a los viajeros de la política cubana: algunos de apoyo a Chávez, otros con exaltaciones a Fidel, unos más con frases que motivan a los cubanos a continuar estudiando y preparándose, e incluso una cruda imagen de un avión en llamas acompañada de la leyenda “No perder la memoria”, que alude al atentado terrorista de Posada Carriles contra un vuelo de Cubana hace casi 30 años (por cierto, la nación más antiterrorista del mundo, EUA, facilitó la liberación de ese hombre cuando pudo ejercer la justicia que tanto pregona.)
Soy el primero en llegar a su hotel. Ubicado en el Paseo del Prado, el “Caribbean” es un sencillo hotel que me albergará durante las tres noches siguientes. Lo primero que hago luego de desempacar es contactar a Orlando, el amigo de Ángel, quien le ha enviado algunos enseres y accesorios electrónicos. Deberé esperar dos horas, hasta las 5 p.m., para verlo. Mientras, aprovechando la cercanía del hotel con la Fortaleza de San Carlos, sede de la feria, me lanzo a conocerla. No tomo taxi ni camión, así que, sin planearlo, aprendo a pedir aventón. Por casualidad, un par de empleados de la feria me llevan en su camioneta a la entrada del complejo Morro-Cabañas, donde se ubica la fortaleza. Al recorrer el Túnel de la Bahía me doy cuenta que se puede transitar por él a pie, pero recuerdo la encomiable recomendación de Ángel y de Flavio de no hacerlo y desisto pronto de la idea.
Cuatro pesos convertibles (CUC, el dólar cubano, equivalente a un euro) son mi pago por entrar a la Feria Internacional del Libro. Tras cuarenta minutos de estar ahí, salgo un poco decepcionado: no veo tanto surtido de libros, no encuentro los puestos de las editoriales de los libros de diseño que vine a buscar y noto que los distribuidores ofrecen libros de tercer mercado que no quieren en España o México y que ofrecen a precio de ganga en Cuba.
Me quedan 20 minutos para llegar al hotel y encontrarme con Orlando. El problema es que no encuentro cómo regresar, hasta que pasa un camión azul que abordo con la esperanza de que cruce el túnel. Así lo hace, en medio de un calor abrasador que me recuerda que estoy vivo, y me deja en una avenida desde la cual ubico fácilmente mi hotel.
A las cinco en punto, estoy refrescadito en la recepción esperando al que será mi guía por el mundo gay de La Habana. Lo reconozco en cuanto llega, aunque nunca lo había visto. Orlando y yo establecemos una rápida confianza desde que nos saludamos, a pesar de su irónico comentario de que tengo pinta de alumno bien portado recién salido de la escuela. Me lleva por las principales avenidas hasta llegar a La Rampa, la calle, terminada en pendiente, convertida en resguardo de los gays de la ciudad. El cine Yara, la cafetería Fiat (donde inicio a Orlando en la sórdida costumbre de tomar Red Bull) y otro cine son los lugares donde observamos el nutrido y animado “ambiente” habanero. De alguna manera, uno está acostumbrado a esas concentraciones, pero no a la magnífica vista que sólo puede contemplarse en países como Cuba: la arrebatadora belleza de los jóvenes. Cuerpos cincelados por el trabajo, el estudio, la disciplina y la buena alimentación (los gorditos y pasados de peso estamos en países capitalistas, claro). Orlando me invita a entrar en contacto con alguno de ellos, sólo para platicar. Pero no me animo. Me siento mucho mejor con sólo contemplar.
Más tarde, me lleva en su auto a su casa. De camino charlamos lo más que podemos: coincidimos en la violencia del capitalismo y la lucha del socialismo para resguardar lo poco humano que le queda a este mundo. Platicamos sobre la benéfica relación Cuba-Venezuela y la perversidad de los tratados de comercio libre que sólo benefician a los poderosos; compartimos la convicción de que el neoliberalismo ha prolongado la brecha entre ricos y pobres y que el socialismo en Cuba no ha hecho ricos a sus habitantes, sino que ha repartido la pobreza: una pobreza que no es indignante ni deshumanizante, sino que brinda a toda la gente la capacidad de estar sanos, alimentados y formados académicamente. Pero lamentamos que la propaganda anticastrista desvirtúe las conciencias de muchos cubanos haciéndoles creer que EUA es el paraíso y que deben renegar de su pueblo.
Animado tal vez por la plática, Orlando me lleva a la casa de su hermana. Me presenta como profesor de teología y despierta la curiosidad de ella, quien me suelta densas y apretadas preguntas sobre análisis textual de escritos antiguos, exégesis y especialmente sobre la relectura que se puede hacer a “El Código da Vinci”. Con la premura que marca Orlando, le menciono en cinco minutos respuestas que requerirían mucho más desarrollo. Casi termino la improvisada taza de café que ella nos ofrece cuando mi guía da la orden de continuar nuestro camino. La hermana de Orlando lamenta el poco tiempo y me suplica que regrese algún día para charlar con amplitud.
En pocos minutos entramos al estacionamiento de un conjunto de edificios departamentales. En una planta baja, entramos a una pequeño condominio donde un hombre de más de 1.80 m de estatura y una amable anciana nos saludan. Son la mamá de Orlando y José Luis, el mejor amigo de mi nuevo amigo. Juntos compartimos una cena con frijoles y arroz, que disfruto a cada cucharada. Orlando le pide a José Luis que me lleve a conocer La Habana al día siguiente; él acepta gustoso.
En casa de José Luis, cerca de la de Orlando, revisamos uno de los regalos que Ángel le envió: una laptop antigua. Orlando la enciende, y al descubrir la capacidad que tiene, felicita a José Luis por el regalo que ha recibido. José Luis, escritor y poeta, agradece a Ángel por su bondad con una voz tan sonora que parece querer atravesar el mar hasta llegar al DF. El final apoteósico llega cuando Orlando hace un descubrimiento histórico: la pequeña máquina tiene nada menos que un puerto USB. Cuando le explica a José Luis de qué se trata, los dos se colman de alegría al pensar en la facilidad para intercambiar información que tendrán a partir de ese día.
Luego, embriagados de exaltación, abordamos el auto de Orlando y regresamos a la ciudad para recorrer nuevamente La Rampa. Orlando y yo entramos a la cafetería Fiat y vemos que el ambiente está más animado que en la tarde. Casi todos nos ven tomar Red Bull, y Orlando no puede evitar sentirse más emocionado con esa pócima que nunca había bebido. Menos de media hora transcurre para que salgamos de ahí y nos dirijamos a mi hotel, donde tengo varios recados de Flavio que atiendo hasta la mañana siguiente.
Ese martes 16 de febrero salí de mi país para conocer el extranjero, y el lugar al que fui no pudo ser el más indicado. Descubrí que el corazón de Cuba no está en La Habana, sino en la calidez de Orlando, su hermana y su mamá, José Luis y otras personas. No me sentía solo ni extraño. Y lo mejor del viaje aún estaba por venir.
Miércoles 14
Virgilio y los tesoros de papel
José Luis me esperaba en punto de las diez en la recepción del hotel. Él se había propuesto ayudarme a cumplir con los objetivos del día: llevarme a conocer La Habana, ayudarme a encontrar dos libros de diseño editorial y hablarme de todo lo que me interesara sobre la cultura cubana. ¡Tenía tanto que preguntarle sobre política, religión, estilo de vida, mitos sobre la vida en Cuba, y demás! Comencé con lo más visible: los diferentes estilos arquitectónicos en La Habana, desde el Art Decó del edificio Bacardí hasta el neoclasisismo del Gran Teatro. José Luis me explicó que las naciones que dominaron Cuba dejaron su impronta artística en la arquitectura de la ciudad, tan variada y rica como vistosa.
Algunas fotos después, comenzó la búsqueda de dos de los mejores libros de diseño editorial de lo que he tenido noticia. Ni “La Moderna Poesía” ni “El Ateneo Cervantes”, dos de las más grandes librerías de La Habana los tenían en su catálogo. No por ello dejé de adquirir ediciones invaluables sobre tipografía, globalización, talleres de escritura y homosexualidad. ¡Vaya, hasta la novela “Vampiros en La Habana”, de la película del mismo nombre, estaba esperando que la llevara por 14 pesos cubanos! (Algo así como ocho o nueve pesos mexicanos.)
Tomamos rumbo por la calle Obispo, muy transitada y llena de turistas y de comercios, cerrada a los automóviles. Entre otros atractivos de esta calle, pasamos enfrente del Hotel Ambos Mundos, el favorito de Hemingway, donde se dice que inventó el daiquiri. La calle desemboca en la Plaza de Armas, donde los puestos de libros de viejo que rodean el parque central eran los sitios ideales para encontrar las ansiadas publicaciones que buscaba. José Luis me advirtió que en caso de encontrar algún libro interesante, le avisara para que él regateara, porque lo más seguro es que me dieran precio de turista.
Ningún éxito. Nadie conocía los libros de diseño editorial, ni siquiera en las librerías del Instituto Cubano del Libro, ubicadas en uno de los portales de la plaza. ¡Uy, Dios!, pensé. Haber venido a Cuba, donde se editaron esos libros en los 90, y no encontrarlos.
Muy desanimado, seguí a José Luis al Templete, una construcción antigua donde se celebró la primera misa en Cuba. Luego de tomar unas fotos, José Luis me sugirió que buscáramos en una bibloteca de la misma plaza. Viendo la fachada tranquila del edificio que alberga la Biblioteca Pública Rubén Martínez Villena, pensé que tal vez ni siquiera estaría funcionando. Subimos a la sala general en el primer piso y nos dirigimos a los viejos archiveros de madera. Con cierta emoción busqué los apellidos Kapr y Casanueva, los autores. Y ahí estaban. Al menos las fichas. Copié los datos, entregué los papelitos a una encargada junto con una identificación y me senté a esperar con José Luis. No recuerdo de qué hablamos esos minutos. La ansiedad me comía. Disminuyó un poco cuando la misma empleada pronunció mi nombre. Fui a su escritorio y recibí de sus manos dos pequeños libros. Regresé con José Luis y sólo le dije: “Aquí están. Son estos”. José Luis los tomó y leyó los títulos: El libro, su diseño y 101 reglas para el diseño de libros. El pequeño problema que se presentaba ahora era fotocopiarlos: la biblioteca no tenía ese servicio y, para colmo, no dejaba sacarlos del edificio. Y aunque hubiera podido pedirlos prestados, encontrar una fotocopiadora en La Habana era como encontrar un hospital público con servicio digno en el Distrito Federal.
Acordé con la encargada que si encontraba un lugar donde pudiera fotocopiarlos, ella me los prestaría. Preguntando, dimos con una papelería, justo en contraesquina de la biblioteca, donde podrían reproducirlos en menos de dos horas. La bibliotecaría accedió a prestármelos y en poco tiempo pude tener las copias. Haciendo cuentas, pagué tres pesos mexicanos por cada copia, pero no importó. Esos libros padecen del mal de muchos otros: son unas joyas en cuanto a la información que brindan, pero por muchas razones su tiraje es pequeño y no vuelven a reimprimirlos.
La gran meta del día estaba completa. Más pasos por la bella ciudad, desde hace unos años en proceso de restauración y embellecimiento, muchas fotos y luego al Barrio Chino a comer o casi cenar, porque en la patoaventura de los libros se nos fue medio día.
Una muy tardada pero abundante comida coronó la jornada cultural por La Habana: un platillo de carne que pidió José Luis, y filete uruguayo para mí. Al salir del restaurante “Los Tres Chinitos”, ya había caído el ocaso. Quedaban muchos lugares por visitar y fotografiar, pero José Luis tenía que irse a su casa. Me hizo prometerle que al día siguiente iría a su casa, con Orlando, para una cena especial que nos prepararía.
Todavía lo acompañé a que tomara su camión. Cuando éste llegó, José Luis subió como pudo. Recordé las mismas penurias, o peores, que pasamos los capitalinos en nuestro Metro, Metrobús o cualquier microbús. Al menos en Cuba la velocidad sí está regulada.
Con varias personas colgando, el transporte de José Luis partió. Bendije su presencia mientras se iba. Allá va mi Virgilio, pensé, mi guía en los vericuetos culturales de La Habana. El que me ayudó a desenterrar los viejos “tesoros de papel” de los fríos anaqueles del olvido.
Jueves 15
Artesanos de palabras
Cuando entregué al cobrador del camión una moneda de 25 centavos de peso convertible, me sorprendí al recibir cinco billetes de no supe qué denominación. No me importó; quería llegar a la Fortaleza de San Carlos para cumplir el otro gran fin de mi viaje: establecer algunos contactos editoriales en La Habana y presenciar alguno de los actos académicos de la feria. El camino ya me lo sabía, sólo que ahora no tuve que pedir aventón, sino que me animé a tomar el autobús. (Por cierto, ¡hay metrobuses como en el DF.! Los dos vagones unidos por un acordeón. Me parece que vienen de Venezuela, pero no estoy seguro.)
El acceso a la feria no fue tan rápido como el martes: la fila contaba con más de quinientas personas, entre cubanos y turistas, pero se avanzaba con cierta agilidad si uno no se encontraba con gente como un par de argentinos que se metió a mitad de la fila, justo detrás de mí, con un cinismo que más bien causaba risa que enojo.
Me apuraba llegar antes de las 10:30 porque a esa hora iniciaría el foro: “Novedades sobre el ISBN”, coordinado por Rosa Amelia Lay Portuondo, directora de la agencia de ISBN de Cuba, con quien me pude presentar luego de la conferencia.
Casi cuarenta minutos después, los mismos participantes que habían escuchado a Rosa Amelia estaban atentos a la breve, improvisada pero significativa participación que tuve en el foro sobre editores independientes. No llevaba la intención de intervenir, simplemente le di mi tarjeta a la coordinadora de los foros y ella me invitó a compartir “algo” al auditorio. Hice un pequeño esquema y se lo entregué. Quince minutos después, anunciado como un invitado de última hora, daba inicio a una pequeña reflexión acerca de la formación profesional de los editores. Hablé de la importancia de contar con cuadros de editores formados en la planeación, gerencia y mercado, en la producción editorial, la redacción, tipografía y el diseño editorial. Al final, mencioné algunos beneficios económicos e institucionales que se obtendrían con editores formados de manera sistemática. Después, las preguntas de los participantes, en su mayoría, giraron acerca del tema que abordé. Al terminar el foro, varios colegas se me acercaron para compartirme sus experiencias e intercambiar correos electrónicos. Fue una charla fraternal, como si lleváramos tiempo trabajando juntos y pasando por los mismos pesares del oficio. Ellos se llevaron mis tarjetas de presentación y yo me quedé con sus datos y su cordialidad.
La captura de fotos por toda la feria estuvo acompañada de un sentimiento de satisfacción profesional, no sólo por la intervención sino también por la oportunidad de conocer colegas de otro país como Cuba, donde producir libros se complica más por la falta de insumos y de plataformas tecnológicas modernas. Aún así, las publicaciones cubanas no dejan de ser encomiables y muy valiosas.
Al entrar a la fortaleza El Morro, donde subí al faro, la voz de Liuba María Hevia me recibió con ternura. No era sólamente música ambiental, era un canto sensible y profundo, que por desgracia no pude encontrar atrapado en algún disco.
El Paseo del Prado y el Capitolio fueron mis siguientes destinos antes de la llegada de Orlando, a las seis de la tarde. Con él visité la Plaza de la Revolución antes de dirigirnos a la casa de José Luis, quien nos había preparado el platillo que no comí el día anterior en el restaurante chino: pollo agridulce, acompañado de frijoles con arroz blanco (que no son los famosos moros con cristianos porque no vienen preparados juntos. Notable diferencia).
Lo rico de la velada con José Luis no fue tanto la cena, de por sí espléndida, sino la convivencia del pequeño grupo que se congregó: Orlando, nuestro anfitrión y su novio y yo. José Luis nos deleitó imitando a Sarita Montiel, su diva, con la canción “Mi hombre” y otra más que no recuerdo. La “Maniquí de España” se transfiguró para nosotros en los últimos momentos de la última noche que pasaría en ese país, que se aceleraron tras despedirme de José Luis en un cálido abrazo que por poco me hace llorar. Me había encariñado tanto con ellos que llegada la hora de decirles adiós, no quería apartarme de su lado. De hecho, cuando un rato más tarde me encontraba con Orlando en el jardín del Hotel Nacional, le dije que una parte de mí deseaba quedarse a compartir la vida y el trabajo de ese pueblo, pero que otra parte me decía que debía volver a mi Flavio y a mis compromisos de trabajo. “Con los cubanos de la tierra quiero yo mi suerte echar”. Más que enamoramiento de esa tierra era el deseo de compartir la resistencia y la pobreza de un país que ha sabido afrontar con dignidad al monstruoso neoliberalismo, empobrecedor de las naciones que ha tocado.
Por unos segundos traté de imaginarme la vida sin Flavio: temporalmente, tal vez, sólo tal vez, sería posible; permanentemente, no. Además, mucho se puede, y debe, hacer en mi país. Uno debe saber cuando los deseos no son más que eso, y cuándo pueden cristalizarse en proyectos de vida reales.
Una hora y dos Red Bull más tarde, Orlando y yo conversábamos en su auto frente a mi hotel. Traté de responder a sus inquietudes sobre su nueva pareja leyéndole brevemente el tarot. En menos de diez minutos, Orlando adquiría la misión de potenciar su Rey de Espadas para fortalecer su relación. Y en menos de quince, ya estábamos dándonos el abrazo de despedida, ese que había temido desde hacía unas horas. Le dije que no dormiría porque dentro de una hora, a las 3 a.m., un transporte de la agencia de viajes pasaría por mí para llevarme al aeropuerto, pues mi vuelo salía a las 6 a.m.
La prisa por arreglar mi equipaje y bañarme mitigó la profunda nostalgia que me invadió durante esa última hora. A las 3:30 me olvidé un poco de ella, cuando abordé la camioneta junto con otros huéspedes. Juntos hicimos todos los trámites engorrosos, aunque al subirnos al avión nos desconocimos por completo.
Me hacía ilusión volver a México. Sabía que Flavio, experto en vuelos y en aeropuertos, estaría esperándome en la sala de llegadas internacionales. Y su sonrisa sería la mejor bienvenida que un viajero como yo podía recibir. Antes de ello me sentía raro en el avión, no por las fuertes turbulencias ni por el sueño que me hacía perderme en el limbo por momentos; sentía una especie de reconciliación con la vida, una profunda satisfacción interior y la fortaleza de corazón que no había experimentado en cierto tiempo. Algo parecido a lo que los capitalinos carecemos: paz. En una persona sumamente ansiosa como yo, era una bendición ese sentimiento de completud.
Flavio me había hablado una vez de la facilidad de los pasos eléctricos en los largos pasillos del aeropuerto, y lo comprobé en esa ocasión: me permitieron llegar más rápido a la aduana, donde no tardé más de diez minutos en la revisión de los documentos y el equipaje. Salí de ahí y la vista no pudo ser más grata: en primera fila, Flavio me esperaba. Su abrazo reconfortante me conectó con nuestra historia, que ahora escribía una nueva serie de experiencias.
A unas semanas de haber vuelto, extraño a mi Virgilio y al Rey de Espadas. Extraño su compañía y su forma de vida. Extraño la calidez de sus corazones abiertos a dar amor a los yumas o extrajeros. Añoro caminar un día con Flavio por el Malecón, la Vieja Habana y la calle Rampa, con ellos como guías y hermanos.
No hay registro alguno en mi pasaporte del viaje a Cuba. Ningún sello oficial atestigua mi presencia en ese país. Sólo queda el testimonio de las fotos, los libros y revistas que compré, las costosas fotocopias y, acaso, los recibos de los boletos de avión. Queda, por encima de todo, lo recordado por los sentidos, los corazones tocados, la sonoridad de la lengua compartida y “el candor de esta habanera”.