8/31/2006

La más fea de todas (II)


De un antiguo amigo conocido en los bajos mundos de la jotería como la Mema, se decía que era tan feo, que nadie se lo quería echar. Por eso lo sobreapodaron La culpa. (Ahora habrá juntado el dinero de sus muchos trabajos para hacerse algo en su marchito rostro.)

El chiste es viejo, pero la realidad es actual: la culpa es repugnante, dolorosa e incómoda. Nadie la quiere, por eso muchos deciden olvidarla. "He llegado al punto en que no me culpo por nada; disfruto de la vida y de los hombres, y no me preocupo", dijo hace mucho un impunible amigo. "Se culpan los tontos, porque creen que hacen mal", afirmó otro a quien se le preguntó si no le inquietaba tener varios novios a la vez.

¿Es tan mala e innecesaria la culpa, que debe ser tarea nuestra –de los gays, sobre todo– eliminarla de nuestro acervo sentimental?

Una respuesta sensata la encontré en el libro ¿Por qué me culpabilizo tanto? / Un análisis psicológico de los sentimientos de culpa, de Luis Zabalegui, Editorial Desclée de Brouwer. El autor afirma que hay dos clases de culpa: la primera es irreal, machacona y pesada. Quien la siente se quiere deshacer de ella porque le hace ver lo peor de sí mismo, aunque no corresponda con la realidad. Es el caso de la mujer que pacientemente cuidó a su marido durante muchos años, a riesgo de su propia salud, y al morir aquél no deja de culparse y decirse que pudo haber hecho más por él. O el papá que sale a trabajar como todos los días y recibe por la tarde la noticia de que su hijo murió porque fue atropellado por un coche. Tal vez ese hombre viva el resto de sus días con la idea destructiva de que si no hubiera salido de su casa, su hijo aún estaría vivo.

A pesar del dolor que causa, esa culpa puede permanecer en el corazón de las personas por décadas, y somatizarse o convertirse en una violencia pasiva (a veces peor que la activa), que termina afectando el entorno humano de quien la carga.

El otro tipo de culpa es más parecido al insecto ortóptero pisoteado por el niño de madera cuyo falo narigudo crece cuando se excita al mentir. Es parte de la vitupereada conciencia, esa preciada instancia psíquica de la que carecen muchos yunquianos, fecalenses y dirigentes del SNTE.

Esa culpa advierte, amonesta sin herir y marca errores que se han cometido contra el próximo (si le pongo una jota suena religioso) o la próxima. Es la que nos indica cuándo hemos actuado con verdadera intención de fregar al otro, la que nos dice que nuestro trato ha sido más parecido al de un policía enardecido en Atenco que al de un ser humano. La que nos muestra la miseria en la que nos hemos convertido al sentirnos reyes en un puestecito de jefatura de una micromicroempresa. Esa, y sólo esa, es no sólo recomendable, sino necesario que la tengamos presente, porque nos permite enmendarnos y reconstruirnos al reparar nuestros fallos. Y no se queda, sino que se va cuando zanjamos el desacierto.

Hay personas que no sienten culpa aunque sean muy cabronas con las demás. El DSM IV las llama sociópatas. En su 5a edición, ese manual de trastornos mentales incluirá como ejemplo el caso de los oligarcas que defraudaron sin el menor remordimiento el voto y la confianza de un país septentrional, patio trasero del imperio.

Lo que más me duele es que algunos compañeros de ruta sientan culpa no sólo por ser gays, sino por haber nacido (Servidor llegó a experimentarla en sus tiempos mozos y no desea desenterrarla de donde la puso). Piensan que es su deber cívico renegar de su condición y odiarla, por eso se castigan en un prolongado suicidio que mata su alma y su preciado cuerpo.

Como manuales hay para todo, pero no para el buen vivir gay ni menos para el vivir sin odiarse a sí mismo, acaso la ayuda que tengan esos compañeros de ruta sean todos aquellos que se han des-culpabilizado, que han conquistado su autonomía emocional entrando a la cueva del dragón y acabando con él.

El ser humano ha logrado estrechar de formas admirables la comunicación entre las naciones, pero no ha podido desterrar la desmoronante soledad que aqueja a millones de personas. La misma soledad que condena al infierno de la culpa existencial a muchos compañeros gays.

1 Comments:

Blogger M said...

Querido Daniel:
Puede que resulte interesante recordar lo que alguna vez escuché en terapia. Muy distinto es asumir la responsabilidad por nuestros actos que aceptar la culpa (esa despiadada acidez que nos corroe) sin más. Liberarse de la culpa es un deber moral tanto como una prerrogativa cotidiana...
Un abrazo
Manuel

1:00 a.m.  

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